domingo, 28 de octubre de 2012

Sintesis del Porfiriato

A finales de 1875, un grupo de liberales y militares elaboraron un plan para derrotar al gobierno en la ciudad de México, encabezado por el juarista Sebastián Lerdo de Tejada y fue conocido como el Plan de Tuxtepec. Porfirio Díaz, quien se volvió un distinguido líder militar en su natal Oaxaca, con cierta presencia nacional por sus éxitos militares durante las batallas contra la invasión francesa, comandó el golpe de estado. 


Llegó a a la ciudad de México e hizo huir al presidente Lerdo de Tejada. Unos meses más tarde, en 1876 y tras un proceso electoral poco estudiado, Porfirio fue elegido presidente constitucional. Iniciando de éste modo más de 30 años de gobierno con estabilidad económica y política, especialmente notable tomando en cuenta como era la situación en México a partir de 1821. A todo esto se le conoce como el Porfiriato y el fin de ésta era es claramente a partir de 1910 cuando el movimiento de Francisco I. Madero inicia lo que después se le conocería como Revolución Mexicana. 



El viejo Porfirio Díaz en 1911, marcando así el fin de su antiguo régimen. Hay que resaltar que pocos gobiernos han hecho tanto eco como lo hizo el Porfiriato; no por nada el propio Daniel Cosío Villegas lo llamó el "necesariato". Por décadas fue un cortísimo párrafo de la historia mexicana. periodo de 1875 o 1875 al 1910 o 1911 según que historiador. El Porfiriato fue por demás una simple historia oficial y panfletaria, el pero de los antiguos regímenes.Eso sí, visto como una época, una época dentro de dos fronteras; de un lado, el rompimiento con la tradición liberal o la sublimación del caudillismo dictatorial en el siglo XX, del otro lado un evento "con callado de pie": la Revolución Mexicana.



Durante el Porfiriato, la ciudad de México adquiere un aspecto moderno; la élite porfiriana se trasladó del Centro Histórico tradicional a los nuevos suburbios del superponiente, buscando imitar el estilo de vida europeo y norteamericano. En la urbe afloraron nuevos espacios, edificios y monumentos que rubricaron la emergencia de la modernidad. 


La estabilidad política lograda por el régimen de Díaz fue acompañada de políticas públicas impulsadas por el Estado, que se convirtió en el principal instrumento para promover el desarrollo económico, en el motor del crecimiento y en el modernizador de las estructuras y de las relaciones sociales. Ese proyecto, que tenía por objetivo la creación de un Estado nacional laico y establecer los fundamentos de una sociedad moderna basada en los principios liberales, fue un proceso de larga duración que arrancó con las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII, continuó con altibajos durante el agitado siglo XIX promovido por las facciones liberales y, finalmente, luego de la restauración de la República y las leyes de Reforma, pudo ser realizado con mayor éxito por el régimen porfiriano. 

Habría entonces un proceso continuo, de larga duración, que conectaría a la época colonial con el Porfiriato basado en el paradigma liberal y que tendría en el Estado y en las políticas públicas a su eje articulador y a su principal impulsor, lo cual contradice o al menos matiza la visión tradicional en la historiografía porfirista de haber sido un Estado de laissez faire – laissez passer. En ese largo proceso secular, la Independencia y las guerras civiles y de Reforma, así como la guerra contra los Estados Unidos, primero, y contra Francia, después, habrían sido interrupciones temporales, en algunos casos, y catalizadores de la modernización económica, política y social, en otros. La longevidad del régimen porfirista, desde 1877 hasta 1910,, en lugar de ser indicativa de su fuerza represiva y del atraso de la sociedad mexicana, sería una muestra, más bien, de su eficacia y de su capacidad de imponer los consensos básicos entre los principales poderes nacionales y regionales y de imponer su hegemonía al conjunto de los grupos y de las clases.

La segunda etapa fue la de mayor esplendor del régimen de Díaz, y significó un marcado viraje con respecto a la anterior. Si en la primera había predominado la política y el control de los hombres y de las armas, en la segunda, sin grandes desafíos, lo que predominó fue la administración. Los actores decisivos ya no fueron los viejos generales porfiristas, sino la brillante generación de intelectuales orgánicos y administradores del gobierno federal, conocida como los científicos, capitaneada por José Yves Limantour y por Justo Sierra, quienes se hicieron cargo de la definición y aplicación de políticas públicas modernizadoras y desarrollistas y fueron quienes hicieron eficiente al gobierno porfiriano y legitimaron la permanencia prácticamente vitalicia de Díaz en el poder, en lo que Daniel Cosío Villegas, calificó, con agudeza, como el necesariato. 

El régimen devino dictadura y Porfirio Díaz concentró en sus manos los hilos de la política nacional y buena parte de la política local. Se rodeó de administradores competentes y obtuvo el apoyo y la adulación de los más importantes intelectuales de la época que fueron cooptados por el régimen y se volvieron sus pilares ideológicos. Uno de los más lúcidos y mordaces de ellos, Francisco Bulnes, justificando lasa reelecciones periódicas de Díaz, llegó a escribir: “El buen dictador es un animal tan raro que la nación que posee uno debe prolongarle no sólo el poder sino la vida.”

Justo Sierra, uno de los más prominentes intelectuales porfiristas, fue quizá el que justificó con mayor claridad la concentración absoluta del poder en Díaz y, al mismo tiempo, advirtió los peligros que ello entrañaba:

"La reelección significa la presidencia vitalicia, es decir, la monarquía electiva con un disfraz republicano y tiene inconvenientes supremos… el primer aspecto que no hay modo posible de conjurar el riesgo de declararnos impotentes para eliminar una crisis que puede significar retrocesos, anarquía y cosecha final de humillaciones internacionales si usted llegase a faltar, de lo que nos preserven los hados… En la República Mexicana no hay instituciones, hay un hombre; de su vida depende paz, trabajo productivo y crédito."
Tradicionalmente se ha sostenido que durante el Porfiriato tuvo lugar un proceso de desarrollo del capitalismo en el campo basado en la gran propiedad hacendaria, proceso que había comenzado desde la colonia y se había agudizado durante el siglo XIX, como consecuencia de la ofensiva del liberalismo contra las tierras de las comunidades campesinas. Las leyes de Reforma, a través de la desamortización de las tierras de la iglesia y de las comunidades indígenas, así como las Leyes de Baldíos porfirianas, habrían sido las puntas de lanza de esa ofensiva cuyo resultado habría sido la concentración de las mejores, más productivas y fértiles tierras en manos de unos cuanto hacendados, quienes habrían acaparado también la utilización de los mejores recursos acuíferos del país. Esa imagen prevaleciente en la mayor parte de la historiografía porfirista y revolucionaria, sin embargo, ha sido matizada por las investigaciones monográficas de las últimas décadas sobre la evolución agraria de las distintas regiones. Lo que han mostrado esos estudios regionales más recientes ha sido un proceso mucho más complejo y diferenciado del desarrollo de la propiedad rural tanto en la época colonial como en el siglo XIX.

Así, se ha podido establecer que, luego de la despoblación indígena de las zonas centrales del territorio novohispano, como consecuencia del impacto de la conquista española y de las enfermedades traídas desde el viejo mundo, y de la desaparición de numerosas comunidades indias, los colonos españoles particulares y las órdenes mendicantes ocuparon buena parte de esos espacios vacíos en el siglo XVI. Sin embargo, con la recuperación demográfica del XVII y el XVIII, las poblaciones indígenas y mestizas quisieron reocupar sus antiguos asentamientos, por lo cual dio inicio una larga batalla secular en los tribunales agrarios en la que los pueblos indios defendieron su propiedad original de las tierras que habitaban. El resultado de esa lucha, en términos generales, significó la pérdida legal de sus tierras para la mayoría de las comunidades campesinas, las cuales se vieron obligadas a desplazarse hacia las zonas periféricas, áridas o boscosas, aunque siguieron reclamando sus derechos de propiedad originales. En ese proceso, emergió la gran propiedad hacendaria como el factor dominante en el agro novohispano. No obstante, eso no significó la desaparición de las comunidades campesinas, muchas de las cuales lograron conservar al menos parte de sus tierras y de sus recursos naturales, mientras que otras establecieron una relación simbiótica con las haciendas a través de la renta o arrendamiento de una parte de ellas y del empleo estacional de la mano de obra campesina en las grandes explotaciones agrícolas y ganaderas. En algunas regiones, los pueblos pudieron reconstituirse y se dio también un crecimiento y desarrollo de pequeñas y medianas propiedades agropecuarias, conocidas como ranchos, en zonas densamente pobladas como el Bajío. De hecho, desde mediados del siglo XIX y el fin del Porfiriato hubo un crecimiento notable en el número de pueblos en el país, particularmente en las zonas más pobladas y con mayor dinamismo.

En el siglo XIX, el proyecto liberal de las elites mexicanas acentuó su ofensiva contra la propiedad colectiva, considerada como la base de la sociedad estamental. Aunque algunos pueblos desaparecieron y otros perdieron la posesión de sus tierras, no puede afirmarse, de acuerdo con la información disponible en los estudios más recientes del agro en el siglo XIX y durante el Porfiriato, que en ese periodo haya tenido lugar un proceso masivo de despojo de la propiedad agraria de los pueblos, aunque es indiscutible que en algunas regiones eso ocurrió, pero no fue un despojo generalizado. Se ha sostenido que durante el régimen de Díaz las compañías deslindadoras privatizaron 39 millones de hectáreas que fueron a parar en manos de especuladores y terratenientes. Empero, Holden, quien ha sido el único que ha estudiado a nivel nacional ese proceso de deslinde, ha mostrado que sólo 40% de las compañías recibió terrenos y que muchos de los pueblos cuyas tierras fueron denunciadas se defendieron legalmente, ganando los litigios. Los pueblos indígenas no estuvieron indefensos y supieron hacer uso de los recursos legales que tenían a su disposición. Del mismo modo, muchos pueblos ofrecieron una tenaz resistencia, oponiéndose violentamente a la pérdida de sus tierras y lograron mantener la posesión de ellas. El extremo de esa resistencia fueron las rebeliones indígenas y campesinas que tuvieron lugar en el periodo porfirista, las más emblemáticas de las cuales fueron las de los indios yaquis y mayos, así como los mayas de Yucatán.

La imagen de las haciendas porfirianas como instituciones feudales que mantenían en condiciones de semiesclavitud a los peones acasillados y ejercían derechos señoriales sobres sus cuasi-siervos, difundida por la novela, la pintura y el cine de la Revolución, es una imagen que no corresponde al campo mexicano de la época, si bien en algunas fincas del sureste, en regiones como Oaxaca, Chiapas y Yucatán, la escasez de mano de obra hizo que los dueños establecieran mecanismos coactivos de sometimiento de la fuerza de trabajo y ocurrió también una guerra de exterminio y una deportación masiva de indígenas yaquis y mayos de Sonora y Sinaloa hacia los campos henequeneros de Yucatán, en donde fueron enganchados a duras faenas agrícolas en condiciones de extrema precariedad.

Sin embargo, el desarrollo de la agricultura capitalista en el país adquirió diversas modalidades según las distintas regiones, cultivos, tipos de propiedad, tecnologías, escalas y mercados. En el campo morelense, por ejemplo, arquetípico por ser la zona en la que surgió y arraigó el zapatismo, el movimiento agrario por antonomasia de la revolución mexicana, en contraposición a la visión tradicional de una rebelión agraria de peones y campesinos sin tierra exasperados por los despojos de las grandes haciendas azucareras, los estudios más recientes han mostrado no un despojo tradicional, sino la cancelación de la posibilidad de que las comunidades campesinas pudieran seguir rentando las tierras marginales de las haciendas, en virtud de la modernización productiva que éstas tuvieron y de la ampliación del mercado del azúcar. Los campesinos zapatistas, al menos en un primero momento habrían sido entonces no campesinos desposeídos de sus tierras, sino arrendatarios privados de la posibilidad de seguir rentando tierras de las haciendas.

Las haciendas, demonizadas también por la historiografía de la revolución, en los nuevos estudios monográficos, aparecen más bien como una institución compleja, capitalista, vinculada a los mercados, en vías de modernización y eficiencia productiva, integrada económicamentey en la que, a pesar de todo, seguían existiendo relaciones patriarcales y paternalistas con sus trabajadores, quienes tenían estabilidad laboral e ingresos superiores a muchos de los campesinos libres. Esa condición relativamente favorable en términos comparativos explicaría, al menos en parte, que en distintas regiones y periodos de la revolución, los trabajadores y peones de las haciendas no se hubieran sumado a la revolución y que, al contrario, hubieran tomado las armas para combatir junto con sus amos a las fuerzas revolucionarias.

Inversamente, los nuevos estudios han mostrado cómo la visión tradicional de los pueblos como entidades holísticas con una gran homogeneidad y cohesión era una imagen romántica que no correspondía a la realidad de los pueblos en los que la estratificación de sus habitantes, la polarización de la riqueza y del poder, los conflictos, las rivalidades y la competencia tanto al interior como al exterior de las poblaciones eran factores presentes desde tiempo atrás que impiden la generalización e idealización de sus habitantes y cuyas complejidades y diferencias explicarían, también, sus comportamientos, estrategias y alianzas diferenciados antes y después de la revolución.

Con todos estos elementos se advierte lo difícil que es hacer clasificaciones demasiado generales, así como juicios maniqueos sobre el desarrollo del campo durante el porfiriato y sobre sus principales actores e instituciones. Algunas conclusiones, empero, pueden aventurarse dentro de este amplio mosaico de variedades regionales. En primer lugar que estaba en curso una vía de desarrollo del capitalismo agrario basado en la gran propiedad hacendaria pero no en formas extensivas de explotación de la tierra y en el rentismo, sino en formas intensivas de utilización de los factores productivos, incluyendo inversiones en capital, modernización tecnológica y de transportes, creación de infraestructura hidráulica y una fuerte tendencia hacia la utilización de mano de obra asalariada así como la apertura de tierras marginales para nuevos cultivos comerciales en auge y para la ganadería. Las haciendas más productivas hacia el final del periodo porfirista no fueron las más grandes sino las que pudieron integrarse productivamente y hacer un uso más eficiente de todos esos factores.

Esa tendencia de desarrollo del capitalismo basada en la gran propiedad agrícola fue quebrada por la revolución mexicana, que anuló la viabilidad de la hacienda y abrió el paso para una forma de desarrollo del capitalismo agrario híbrida, que combinó la vía farmer con el resurgimiento de la economía campesina comunal y ejidal, a la que el nuevo artículo 27 de la Constitución proclamada en Querétaro en 1917 le dio un segundo impulso de largo plazo que le permitió tener un papel protagónico, aunque menguante, a lo largo del siglo XX. 


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